Esta es la historia de mi hermano. O mejor: esta es la historia de mi
escuela. Aunque claro, en el fondo, las dos historias se parecen. Se
parecen casi tanto como nos parecemos Javi y yo. Y a la vez, son también
tan diferentes como somos nosotros.
Es que Javi y yo somos gemelos. Idénticos. Eso es porque nacimos de
un mismo óvulo. Y compartimos, además de nuestro dormitorio, el código
de ADN. Mamá dice que en ese código se guarda toda la información de una
persona: cuál es su color de pelo, qué estatura tiene, cómo suena su
voz. En todo eso, Javi y yo somos iguales. Idénticos.
Pero en muchas cosas no nos parecemos. A mí me gustan las milanesas
con puré y Javi las detesta. Yo enseguida me aburro con los lego y él
puede pasarse mil horas haciendo torres y helicópteros y tractores. En
cambio soy bueno con el básquet y Javi ni siquiera intenta picar la
pelota.
Pero por lejos, lo más diferente que tenemos es nuestra forma de
pensar. Porque Javi piensa en imágenes. Y entonces le cuesta comunicarse
porque algunas palabras son muy difíciles de pensar en imágenes:
ilusionarte,
sentir,
conocer,
allá,
aquel.
Si vos le decís a Javi “corramos”, él tiene que proyectar (como si
fuera una película en su cabeza) todas las imágenes y todos los
recuerdos que tienen que ver con esa acción. Y esto es algo que le lleva
tiempo, claro; aun cuando “correr” es una de sus palabras favoritas.
Por su forma de pensar, a veces Javi no te contesta lo que preguntás,
o te interrumpe, o te cambia de tema porque su cerebro todo el tiempo
está haciendo conexiones. Puede que vos le digas “corramos” y él solo te
conteste “ardilla” porque una vez en el parque corrimos entre los
árboles y nos topamos con una. Claro, para mí, que vivo con él, es más
fácil entender sus conexiones. Y aun así, no siempre lo hago bien porque
yo pienso en palabras y me pasa exactamente lo mismo que a él pero al
revés: Javi tiene que esperarme. Tenerme paciencia, para que yo pueda
comprender qué es lo que está diciendo.
El caso es que este año, al principio, todos estábamos felices. El
doctor Mon le sugirió a mamá que Javi hiciera los talleres por la tarde y
que a la mañana, en cambio, fuera conmigo a la escuela. Firmó un montón
de papeles que mamá le presentó a la directora y lo anotaron en mi
mismo curso, aunque somos hermanos y es antipedagógico, dijeron. Como no
entendí esta palabra (ni siquiera cuando la busqué en el diccionario)
le pregunté a Javi, por las dudas de que él, con su forma de pensar tan
distinta a la mía, entendiera mejor. Pero él tampoco sabía.
Mamá me hizo mil recomendaciones. Era muy importante que yo no lo
dejara solo, que lo ayudara a entender cómo funcionaba mi escuela. Me
habló del timbre del recreo, del patio, de los baños, del saludo a la
bandera. De todas las cosas de las que ya había hablado con la directora
pero que no estaba mal recordarme porque a fin de cuentas yo conozco a
Javi mejor que nadie y sé perfectamente qué es lo mejor para él.
Los primeros días fueron fáciles. Con Javi nos quedábamos en el aula
durante el recreo, igual que muchos de nuestros compañeros que preferían
leer o dibujar antes que meterse en el bullicio del patio. Pero un día
faltó una goma de borrar y la directora se enojó tanto pero tanto que
hizo poner un cartel en la puerta del aula: «Prohibido quedarse durante
el recreo».
No importó nada de lo que dijera mamá ni las recomendaciones del
doctor Mon ni la promesa de que nunca jamás tocaríamos nada que no fuera
nuestro.
─Sin excepciones ─dijo la directora─. Lo siento, pero tengo que ser
justa. Si Javier realmente está preparado para asistir a esta escuela,
tendrá que tolerar el recreo.
El doctor Mon no se echó atrás, dijo que en una de esas resultaba
bien y que a fin de cuentas era un nuevo desafío para Javi y que, de
superarlo, estaríamos mil pasos adelante en su terapia.
Y allá fuimos. Javi aguantó seis semanas enteras. Mamá durante esos
días se la pasaba cantando, papá no paraba de hacer chistes y Javi
empezó a construir, con los lego, el edificio de mi escuela. Todos
estábamos felices.
─¿Y cuando toca el timbre, no se pone nervioso?
─¿y si lo empujan no se asusta ?
─¿Los gritos los tolera bien?
Todos nuestros familiares me llenaban de preguntas, contentos de que
mi hermano estuviera superando así de bien su enorme desafío. Porque
Javi es hipersensible: todos sus sentidos funcionan a máxima potencia.
Si está hablando conmigo, su super oído no escucha en primer plano
solamente mi voz: también los bocinazos de la calle, los gritos del
vecino, el caño de escape de una moto, la radio que está escuchando el
kiosquero de la esquina. Las luces de la calle lo enceguecen, los
abrazos a veces le pesan en la piel y los rechaza. Los olores más
imperceptibles pueden llegar a revolverle el estómago.
A pesar de esto, Javi toleró los recreos seis semanas completas. Se
sentaba en una esquina, un poco más allá del patio, donde estaba la
puerta de la biblioteca. Desde allí miraba el mástil y la bandera
flameando. No hacía otra cosa que ver hacia arriba durante todo el
recreo, como si no hubiera ningún chico corriendo en el patio, como si
nadie se agolpara frente al kiosquito de Miguel ni se sintiera el olor
de las pizzetas aceitosas, ni los latigazos de la soga con la que
siempre jugaban las nenas de quinto B. Javi solamente miraba hacia
arriba, concentrado, más que seguro deseando que el recreo se terminara
de una buena vez.
Y si no fuera por la Feria de Ciencias, todo habría seguido así de
bien. Pero pusieron una pantalla gigante justo sobre la pared de la
biblioteca; justo en el rincón de Javi. Y bajaron la bandera para poder
izarla después, durante la apertura. Ocho hileras de bancos se colocaron
al frente de la pantalla. El patio, así, nos quedó recortado: los
mismos chicos haciendo los mismos juegos en un espacio menor. Y no sé,
exactamente, cómo pasó.
Solo que hubo una soga. Y un tropezón. Y dos cabezas que chocaron y
una hilera de sillas despatarradas. Y lo peor, lo peor de todo, una
enorme pantalla que se vino a abajo.
Si todo ese barullo me asustó a mí, que tengo unos sentidos de lo más
ordinarios ¡ni puedo imaginarme lo que sintió Javi! Para peor, todo lo
que él tenía para mantener la calma ya no estaba en el patio: ni su
rincón, ni la bandera.
Nada de lo que dije lo consoló. Y comenzó a balancearse. Mientras las
maestras intentaban formarnos y el portero tocó el timbre y todos
preguntaban qué pasó, mi hermano se balanceaba. Y de a poco nos fuimos
quedando solos, él y yo, en esa parte del patio; y la directora se puso
seria y yo que no sabía cómo decirle que no, que no éramos
desobedientes; que sí, que claro que yo la había escuchado, pero que no
podíamos, no podíamos ir a formar ahora. Y hubiera querido avisarle
también que lo dejara, que a Javi no hay que tocarlo cuando se pone así.
¡Pero todo pasó tan rápido! Y lo peor, lo peor que podía pasar en mi
escuela, que Javi tuviera una de sus crisis, pasó. Cuando Javi se pone
así todos sus sentidos se bloquean, sus ojos dejan de mirar, sus oídos
no escuchan nada, y si lo tocás o querés calmarlo empieza a gritar y a
pegar patadas. No mira a quién. No sabe qué es lo que pasa. Es como si
él mismo no estuviera ahí, como si su mente se hubiera desconectado para
dejar de sentir y de tener miedo.
Cuando eso pasa hay que esperarlo. Estar atentos para que no se
lastime, pero esperarlo. Porque con Javi son importantes las pausas. Con
Javi hay que olvidarse del tiempo y, cuando por fin se calma, olvidarse
también de la crisis que pasó y de la que vendrá. Con Javi siempre hay
que concentrarse en el aquí y ahora. Por eso, porque la directora ni las
maestras supieron qué hacer, yo me senté en el piso, al lado, a
esperarlo.
Cuando estuvo listo, me miró. Y la directora, como vio que conmigo se
calmaba, me dejó entrar con él a la dirección. La escuché cuando llamó a
mamá. Escuché cuando dijo que lo sentía, que Javi no estaba listo para
la escuela. Cuando dijo que era difícil hablar con él porque no miraba,
porque no escuchaba nada de lo que dijeran. Que para marcar disciplina
ella tenía que poner pautas y que Javi no podía seguir ninguna pauta.
Que no podía hacer excepciones, y lo sentía muchísimo, de verdad, pero
que estaba segura de que Javi estaría muy bien en otra escuela. Que hay
escuelas para chicos así, como Javi. Si ni siquiera parecía darse cuenta
de dónde estaba, si no hablaba con nadie, si estaba claro que no tenía
ningún tipo de pertenencia a esta escuela. Y que no, que no dudaba de su
nivel intelectual, que había leído sobre las aptitudes de estos chicos
para las matemáticas, sobre su excepcional memoria fotográfica, pero que
es antipedagógico –antipedagógico, dijo—obligarlo a estar en un lugar
al que claramente no pertenece. Porque Javi no estaba listo. No estaba
listo. Y cortó.
Cuando salió de su oficina, se acercó a nosotros. A mí me acarició la
cabeza y por encima de los anteojos vio el dibujo que estaba haciendo
Javi.
Era el patio. Con su rincón al lado de la biblioteca. Con la bandera
flameando y el kiosquito de Miguel. Con las de quinto saltando a la
soga, y un montón de chicos en el recreo y detalles geniales como los
zócalos y la cortina de pintitas de sala de maestros.
–Sí sabe donde está –le dije–. Esta es su escuela.
Y le aclaré también todos sus errores. Uno por uno. Porque Javi sí
entiende y sí mira a los ojos y sí sigue las pautas de la escuela.
Porque Javi no es tan bueno en matemáticas y aunque juega muy bien al
memotest no siempre gana. Así que le dije, también, que yo no sabía
dónde había leído sobre “chicos así, como Javi” pero que seguro la
información estaba mal, porque Javi no es igual a ningún otro. Que es
hipersensible, sí. Que tiene gustos medio raros, también (nunca entendí
esa rara manía suya de quedarse mirando el lavarropas). Que su forma de
pensar es bastante peculiar, pero que dice el doctor Mon que no es así
con todos. Que algunos no soportan los abrazos, o nunca sonríen o nunca
dicen nada. Que Javi, en cambio, es cariñoso; que se ríe todo el tiempo
y cada vez habla más. Que algunos se balancean, o agitan los brazos, o
cierran los ojos o se tiran al piso. Que Javi solo lo hace algunas
veces:
─Solo cuando el mundo lo lastima. O no lo entiende. Como hoy.
La directora se refregó los ojos, como si acabara de terminar de ver
una película de esas que hacen llorar. Le acarició la cabeza a Javi y
él, con una sonrisa, le dio el dibujo:
─Antipedagógico ─le dijo.
La directora sonrió. Y, aunque parezca increíble, hizo una pausa larga antes de contestar:
─No. No es antipedagógico. Es que las directoras también nos equivocamos.
Y entonces lo que pensé que iba a ser la historia de mi hermano, pasó
a ser la historia de mi escuela. Porque Javi estaba listo para la
escuela. A él no tuve que explicarle nada: ni del timbre, ni de los
recreos, ni del saludo a la bandera. Con la escuela pasó justo al revés.
A la escuela tuve que explicarle todo. La escuela tuvo que aprender un
montón de cosas sobre mi hermano. Y aunque le llevó tiempo estar lista,
con Javi sabemos hacer pausas. Así que no tuvimos problema: ¡la
esperamos!
Fuente:
Mi ventana al mundo, blog de Sol Silvestre
Ilustración de Santiago Ogazón